27/6/07

El misterio de Sara

La respiración de la pequeña Sara se ha vuelto pausada a medida que caía, de nuevo, en el abismo del sueño. Lleva cinco días con fiebre. No muy alta pero sí lo suficiente como para que el apetito le haya desaparecido. La pequeña se está quedando en nada. Tiene los ojos enrojecidos y una querencia permanente por nuestros brazos. En cuanto desaparecen las décimas, Sara vuelve a ser el diminuto trasto que corretea de un lado a otro sin parar, investigando debajo del sofá, entre las bolsas de basura o haciendo equilibrios encima del reproductor de video. Los ojos de Sara te lo dicen todo. Aún no ha aprendido a hablar, a poner en orden lógico las palabras, pero los ojos, las manos y algún primitivo esbozo de adverbio, le valen para comunicarse. Aprobación o rechazo. Parece que su mundo se rigiera por esos dos únicos parámetros. Juega, experimenta, trasgrede límites en su avance diario. Reparte torpes caricias, besos que no son besos, carcajadas de lluvia. A Sara le gusta sentirse mirada: por la calle saluda con su mano a los desconocidos a la espera de una sonrisa como respuesta. Parecería una seductora profesional. Ahora su respiración, tranquila, la acompaña dentro de la cuna y la muestra aún más vulnerable. Hace un rato empezó a llamarme con su llanto entrecortado. He acudido y le he puesto la mano en el pecho, sobre el vestido. La fiebre no ha subido en toda la mañana, señal de su mejoría. Apenas tose ya. Ella se ha calmado de inmediato y yo, mientras la veía enredarse nuevamente en el arrecife del sueño, he sentido muy cerca la presencia invisible de mi madre igual que cuando asaltaban mi imaginación, convocados por la noche, los miedos inexplicables que azotan en la niñez. He sentido, otra vez, esa seguridad dulce y confortable. Y he creído, viendo mi mano sobre el pecho de mi hija, en el poder de convocatoria de las manos y el amor.

25/6/07

Here is Where we Meet, de John Berger

"A veces me sucede en sueños que tengo que llamar a casa de mis padres para decirles -o pedirles que le digan a alguien- que seguramente voy a retrasarme porque he perdido el tren. Quiero avisarles de que no estoy donde se supone que debo estar. Los detalles varían de una vez a otra, pero lo que tengo que decirles es fundamentalmente lo mismo. Lo que también se repite siempre es que no tengo la agenda y, aunque intento recordar su número de teléfono y de hecho pruebo varios, nunca acierto con el que es. Esto se corresponde con que es verdad que en la vida real he olvidado el número de teléfono de la casa en la que vivieron mis padres durante veinte años, un número que me sabía de memoria. Lo que, sin embargo, olvido en sueños es que están muertos. Mi padre muró hace veinticinco años, y mi madre, hace diez".


Extraído del libro "Aquí nos vemos", de John Berger (traducido por Pilar Vázquez y editado por Alfaguara).

24/6/07

El paso del fuego


La foto está tomada otro San Juan, hace ya unos años. Muestra los preparativos de la alfombra de brasas sobre la que luego pasarán con los pies desnudos los hombres (mayores y jóvenes) de San Pedro Manrique, un pueblo de las Tierras Altas de Soria que viene celebrando el Paso del Fuego desde tiempo inmemorial. Solía acudir, puntual, cada año, así durante diez u once, sin falta. Era muy divertido: llegar a San Pedro sobre las seis de la tarde, buscar un lugar en la chopera para plantar la tienda de campaña y luego subir hasta la ermita, pelear por un sitio en el pequeño graderío que rodea la explanada sobre la que se prende la hoguera. Escuchar los vítores (¡viva Sagasta!), los cánticos, los saludos. En las Tierras Altas, a finales de junio, el verano se hace esperar: los campos aún no se han agostado, el aire está cargado de energía, la noche se torna en verdad mágica. Las familias de las móndidas, las doncellas que según la leyenda fueron liberadas del tributo al rey moro gracias a la estela de chispas que dejaron los sanpedromanriqueños al caminar sobre el fuego, engalanan la fachada de sus casas con un árbol lleno de cintas y guirnarldas y reparten zurracapote en vasos de plástico y dulces caseros mientras una banda entona alguna sanjuanera. Las fiestas mayores de la capital llegarán en unos días. Viva San Juan. Aunque lo más emocionante es compartir esos seis, siete, ocho, nueve pasos (firmes como puñetazos) en las brasas, cuando llegan las doce de la noche y se apaga por un rato el sonido de las dulzainas y el tamboril, y la banda ocupa su sitio lo mismo que las autoridades. Parece como si el tiempo se hubiera detenido. Entonces los pasantes se remangan los pantalones hasta la altura de las rodillas y comienza la danza ancestral de conjurar el fuego. Descalzos, convencidos de su inmunidad. Algunos, los que llevan más veces atravesado el fuego, lo hacen con auténtico aplomo, con la perfección con que un escultor remata su obra. A veces cargan sobre las espaldas a niños, mujeres, hasta algún político. Y luego muestran las plantas a los atónitos flashes de los periodistas, a las cámaras de televisión. La ceremonia viene a durar media hora pero la fiesta se alarga toda la noche y recibe al amanecer con las reservas de zurracapote agotadas y la moral intacta. La mañana del día de San Juan, el 24 de junio, el alcalde y sus alguaciles, capa sobre el hombro, montan sus caballos y van buscando, casa por casa, a las tres móndidas. Éstas hacen la ofrenda de los panes y luego, en la plaza del pueblo, se vive otra experiencia de catársis colectiva (ésta ya más made in Spain): los jóvenes y viejos destilan destreza para plantar, tirando con fuerza de unas sogas, el tronco pelado del chopo más alto y recto que hayan podido encontrar en el pueblo. El "mayo" se subastará por San Pedro. Después de plantar el mayo se hace un círculo de miradas y todo se centra en el poema o romance que cada una de las móndidas (algunas repitiendo el que abuelas y madres recitaran en su momento) dedica al pueblo, al alcalde y sus alguaciles, a la virgen. Cuando terminan, todavía emocionadas, invitan a cada uno de los miembros de la corporación a bailar una jota en la que tendrán que quitar, con cierta habilidad, el sombrero a sus acompañantes. Se trata de una de las fiestas de San Juan más abiertas y tradicionales de la vieja y profunda Castilla. Tanto que, en la distancia que cuenta los años por ausencias, uno no puede dejar de añorar la magia del festejo y los años de camaradería compartidos.

23/6/07

Gloria y José Ramón


Andaríamos por los seis o siete años. Un encerado verde, polvo de tiza en las yemas de los dedos. El castigo por hablar durante las lecciones fue penar el recreo en clase. En la distancia de los años todavía recuerdo su nombre: Gloria. Tampoco he olvidado el del delator: José Ramón.
Los hechos: un beso estampado en los labios de un pequeño de seis años. Sus intenciones también quedaron en mi recuerdo: te quiero. Así confesadas, por sorpresa y sin más preámbulos.
Las alegaciones (a su favor): me consta que fueron pronunciadas en la clandestinidad de una mañana de la infancia sin recreo, pero estoy seguro de que eran palabras sin dobleces, con la frescura de la que sólo nos despojan las cicatrices y los años. Yo, claro, la repudié con la tocudez de la inocencia.
El castigo resultó ejemplar: los dos permanecimos, tras la delación, de rodillas y de cara a la pizarra el resto de la mañana. De rodillas y de cara al encerado por el extenso tránsito de la adolescencia. Demasiado castigo, pienso, para un beso honesto. Nunca más volví a hablar con ella. Aunque su nombre habita, desde entonces, uno de los cantos de mi memoria. Como también es huésped, en la terca bruma del recuerdo, aquella mañana, el áspero tacto que deja la tiza en los dedos y mi firme desprecio por los delatores que retornan, ufanos, a sus pupitres cumplida la hazaña.

22/6/07

Poesía en Guantánamo


El diario El País recoge en su edición digital la noticia de la publicación en EE. UU. de un libro que compila algunos de los poemas que los prisioneros de Guantánamo escriben para aliviar su situación y que han podido escapar a la férrea vigilancia de los carceleros (luego tengo que leer las palabras de algún poeta español que me escribe que "la poesía está muerta"). según El País, "Para el Pentágono estadounidense "la poesía supone un riesgo extraordinario", de forma que no está permitido filtrarla fuera de la prisión "en su forma y lenguaje original". Temen las autoridades norteamericanas que, entre las metáforas, se escondan mensajes en clave".
Marc Falkoff, abogado de algunos presos de nacionalidad yemení no está de acuerdo con esta versión: "Asegura que si los presos dijeran cosas como "el águila vuela al amanecer" quizá tuvieran sentido los miedos de las autoridades militares, pero en su opinión Washington no teme los códigos secretos sino a que, al conocerse los poemas, la gente sepa que encerrados en Guantánamo hay seres humanos que no tuvieron derecho a juicio. El Pentágono ni siquiera les permite tener acceso a bolígrafos y papel".


Podéis leer el artículo completo pinchando aquí.
Fotografía: Joe Skipper/REUTERS

21/6/07

Lo malo de los sueños

El director gerente de la multinacional
un pulcro hijodeputa
al que yo llamaba,
casi lo olvido nueve años después,
el virrey,
muy serio
con su traje de Armani
y sus ojos claros
su mesa color haya
su moqueta azul
su hipócrita mirada
dijo
nunca creas en los sueños
dijo
lo malo de los sueños
es
que cualquier día
pueden
convertirse
en
realidad.
Tenía razón.
De más está decirlo.

20/6/07

Caballo de acero




El niño de diez años no comprende porqué él no estrena bicicleta. Los otros niños pedalean montados sobre sus flamantes BH. Las de los más mayores incorporan incluso unos cambios que han montado sus propietarios, con más maña, como las que tienen las bicicletas de carreras. El niño de diez años no comprende porqué él debe usar una bici, su bici, con el viejo cuadro rematado con minio y luego pintado en color azul celeste: una bicicleta grandota, sin marcas visibles -como la de los otros niños- salvo una chapita con un escudo bajo el eje del manillar, Orbea dice el escudo tapado toscamente por la mano de pintura que el abuelo le dio hace una semana cuando el cuadro colgaba por unos ganchos del techo de su taller. El sillín de la vieja bicicleta es de cuero curtido, muy duro, y lleva dos grandes muelles en la parte inferior trasera que amortiguan los golpes cuando se pedalea por el campo. Su sillín no tiene nada que ver con los de las bicicletas de los otros niños. Los frenos de su bicicleta son de varilla. Los de los otros de cable de acero, con tensores y camisas blancas y eficaces zapatas para la frenada. Unos frenos perfectos para derrapar en la tierra del camino.



El niño de diez años no comprende pero juega. Necesitará un tiempo doloroso para olvidar que su bicicleta no es nueva, dejar de sentirse diferente y todavía algo más para ganarse el derecho a otra, una BH que no desentone.



No entiende, pero juega. Hasta que, mucho después, media vida después, sentado en un escalón mientras rumía soledades en silencio frente al invisible telón de otra tarde de primavera añora, al fin, la bicicleta con frenos de varilla y cuadro pintado de azul celeste que su abuelo reparó para él.

19/6/07

El árbol caído


Después de serrar el tronco por tres partes, con el árbol ya en el suelo, conté los anillos: treinta y cuatro. Al cedro lo había arrancado el viento de raíz. Primero lo elevó en el aire y luego lo lanzó contra la valla de granito. El tupido ramaje amortiguó la caída pero en ese último viaje el cedro se llevó por delante el tendido eléctrico, una columna de hormigón más añosa que él y todo el cableado telefónico. Los bomberos dijeron luego, mientras se afanaban en trocear las ramas de menor grosor para poder dejar libre la vía pública, que algunas ráfagas habían soplado con una velocidad superior a 120 km/hora.
El cedro era un hermoso ejemplar que debía superar, en altura, los veinte metros. Da gusto ver como la copa se cimbrea contra el azul cada vez que el aire avanza, en oleadas, barriendo el valle. Me gusta escuchar ese rumor: primero a lo lejos, cada vez más cerca, pasando sobre mi cabeza y alejándose. Es una señal de vida en el valle. Las largas y elegantes ramas de la base van acortándose a medida que el tronco del cedro se estrecha y gana metros. Lleva ahí plantado casi desde que mis padres construyeron la casa. Otro invierno, hace muchos años, la dentellada del viento lo escoró hacia la izquierda. Pero no fue a más: el árbol recuperó la vertical del cielo y siguíó estirando su copa, orgulloso.
Quiero ahora imaginar el loco batir de las ramas, el gemido del árbol justo antes de decir no puedo más y ceder, con un crujido, al empuje de la tormenta. Treinta y cuatro anillos concéntricos que ahora, con la sierra eléctrica, se van convirtiedo en pequeños pedazos de madera y virutas que alimentarán la chimenea durante el invierno. Al cedro lo tiró abajo un vendaval que azotó media España en febrero de 2006. Lo peor no fue que con el cedro se fueron años de recuerdos, la fotografía tomada en no sé cuál estío, cuando los niños éramos todavía más altos que el arbolito recién plantado. Lo peor no fue ver cómo los vecinos se apostaron en la acera opuesta haciendo cábalas, elaborando en voz alta sus propios planes para despejar cuánto antes la calle. Lo peor no fue comprobar que nadie, excepto uno de ellos, se ofreció para ayudar en el desastre. Lo peor vino cuando el mayor de todos, con un gesto bíblico, sentenció la causa de mis males: "eso te ha pasado por plantar coníferas". Y luego, cada mañana, mientras yo me afanaba en trocear el tronco de los treinta y cuatro anillos, él se paseaba condescendiente por allí delante como un carcelero que vigilara el cumplimiento de la pena impuesta y mi penitencia.

16/6/07

Razones para viajar

P. D. Viajamos para descubrir, compartir, disfrutar de la extraña belleza de las horas del día y de la noche, de la luz en paisajes insospechados, de la palabra desconocida; viajamos para vivir (por unos minutos u horas) realidades distintas a la nuestra, para recordar lo vivido y lo no vivido, para aprender y olvidar, para huir y regresar. Viajamos para quedarnos. Viajamos porque no podemos parar.

Por la sierra del agua.


"Dicen que no hay recuerdo que no tenga como telón de fondo un paisaje" (Manuel Rico, Por la sierra del agua, Gadir, 2006).
Acabo de concluir la lectura del último libro publicado por Manuel Rico. Se trata de un libro atípico en su producción, cuajada de excelentes novelas como El lento adiós de los tranvías o La mujer muerta y de media docena de poemarios en general bien acogidos por la crítica: nunca antes había escrito un libro de viajes, lo que acrecenta su mérito. Rico ofrece un recorrido sentimental por uno de los (pocos) territorios más a salvo del furor urbanita que envuelve a la ciudad de Madrid y su área metropolitana, el valle alto del río Lozoya. Agrupa aquí las anotaciones realizadas en una serie de escapadas por la comarca a lo largo de los primeros años de este siglo XXI, es decir, refleja en buena medida su realidad actual. Es un recorrido voluntarioso, emocionante en bastantes tramos, que desvela muchos de los paisajes ya transitados por el autor y transmutados en literatura en novelas como La mujer muerta o Trenes en la niebla. La lectura me devolvió, desde un principio, el sabor de otros libros viajeros leídos hace muchos años, cuando la emoción del viaje se limitaba a recordar las silenciosas madrugadas de verano en que, acompañando a mi padre, colocábamos todas nuestras pertenencias en el maletero del coche antes de iniciar el largo éxodo anual hacia el norte, hacia nuestro Edén particular del Occidente asturiano. A ese cosquilleo en la boca del estómago, como anticipo de lo que vendría tras unas ocho o nueve horas de carreteras imposibles, le siguieron otras sensaciones viajeras, las que trajeron las lecturas de libros como Castilla a pie, del segoviano Ignacio Sanz, publicado por Ediciones de la Torre a finales de los setenta o principios de los ochenta: libros que te permitían imaginar el olor de los campos de cereal recién segado después de una tormenta, carreteras solitarios por las que, al caer la tarde, caminaban sin rumbo los vecinos, frescas umbrías a las orillas de ríos exhaustos...; emociones que, tiempo después, me trajeron otras lecturas y otros paisajes (el Viaje por España de Víctor de la Serna, el Unamuno que se pateó la parte más occidental de la provincia salmantina y las estribaciones de Gredos, etc, etc), y que , sin duda, a día de hoy explican buena parte de las claves de mi espíritu buhonero.
Con esta obra, Rico ha conseguido reescribir en clave de mito el territorio que, como una cuña, se clava en las entrañas de Somosierra. Y ya te resultará imposible transitar por la A-1 y no ver el humo de los trenes que serpentean jadeantes por sus laderas en busca de algún túnel invisible, o seguir confidente el paso de caminantes solitarios custodios de algún secreto. Con las palabras de Manuel Rico el valle del Lozoya, y toda la parte más occidental del Macizo de Ayllón, se convierte, definitivamente, en un enigmático umbral que sólo puedo animarte a cruzar, lector, a través de estas páginas.

15/6/07

Citânia de Briteiros


S. Salvador de Briteiros, once de mayo de dos mil siete.
El castro de Citânia de Briteiros se desparrama desde la cumbre de una colina levantada al borde del río Ave, a una media hora en coche de Braga, en la comarca del Minho, norte de Portugal. Es un lugar mágico: no sólo por la Pedra Fermosa que se conserva en el cercano Museu da Cultura Castreja (en Solar da Ponte) y que remite al milenario culto por la piedra y el agua que realizaban los pueblos celtas. Sólo hay que pasear por el interior del triple recinto amurallado, ascender por la calle imaginada que llega hasta los restos de la acrópolis pétrea y divisar, desde ella, el cauce que talla el río en el paisaje. Y disfrutarlo en silencio, como debían hacerlo los hombres y mujeres de la Edad de Bronce, atónitos, como el viajero actual, ante tanta belleza.

14/6/07

El hombre del saco

Como las sombras de los hombres, sus fantasmas urbanos rompen a veces las rejas invisibles que la memoria impone a cada uno de ellos y escogen el deambular perdido por la ciudad. Abandonan, con timidez al principio y paso firme después, los agujeros en que el olvido les tenía cautivos y se ponen a rondar los bares donde tomamos a media mañana el café y las plazas donde juegan nuestros hijos. /.../ A veces los perdemos de vista, creemos habernos librado de su inquietante presencia para siempre, pero nos engañamos, porque estos fantasmas están en situación de tercer grado y acaban por volver a cruzarse en nuestro camino en el momento menos esperado.
De todos los fantasmas que nos acechan, probablemente sean aquellos que se instalaron y crecieron en la infancia los que con más afán y perseverancia se empeñan en visitar los rincones por los que fuimos creciendo, las calles -entonces sin asfaltar- donde nos machacábamos los pies jugando al 'balón-regañao' y las salas reconvertidas de los cines de barrio donde empezamos a conocer el picor dulce de los amoríos adolescentes. Son estos fantasmas los que más pronto alcanzan la libertad provisional y terminan por convertirse en sombras que la ciudad confunde con sus gentes habituales, vieja y cansada.de soledades como está ya la ciudad, hasta que acaba mezclándolos con los cientos de seres que vienen y van de un lado para otro sin parar, incorporándolos a sus paisajes, a los corrillos de las plazas y al bullicio de los mercados.
/.../
Mi memora infantil trae consigo dos fantasmas dignos de consideración. Por entonces, su sólo apelativo era capaz de competir en relevancia con un fugitivo y escurridizo Eleuterio Sánchez, quinqui donde los hubiera, y de hacernos temblar y maldecir la oscuridad de la noche. El primero de ellos era 'El Patas', individuo que como su mismo renombre indica se caracterizaba por tener unas piernas larguísimas y una zancada apreciable. Tanto que podía recorrer los caminos y las calles mal iluminadas en un abrir y cerrar de ojos. Este fantasma amenazaba con su presencia el final de la calle López de Hoyos, el pueblo de Hortaleza, y los despoblados de Las Cárcavas, donde Madrid iba a perderse en campos labrados y casas de hojalata. Había que ser valiente para atreverse a salir a las eras pobladas de sombras donde no alcanzaba la luz de los aislados postes eléctricos. El otro, mucho más conocido y no por ello menos temible, era el hombre del saco. Su silueta, doblado el espinazo por el peso de la carga, asaltaba una y otra vez mi imaginación, con la impronta de los mejores fantasmas infantiles: siempre parecía estar rondando nuestras existencias, aunque nunca acababa por dejarse ver. Decían que recorría los terraplenes de las Ventas, buscando niños.
Pero yo nunca llegué a ver a ninguno de los dos. 'El Patas' y el nombre del saco quedaron atrapados según pasaba el tiempo en mi memoria y otros fantasmas menos escurridizos les fueron robando protagonismo.
En Madrid, la impostura es todavía un recurso accesible, y el fantasma, como el impostor, tiene un margen de maniobra suficiente para moverse sin sentir el decubrimiento de una mirada escrutadora. Pero también tiene la tendencia irrefrenable, como el asesino perfecto, de volver al lugar del crimen y deambular por las calles adyacentes. Y, mira por donde, ya he dicho que siempre acabamos encontrándonos con nuestros fantasmas. Así que eso fue lo que me ocurrió el otro día, cuando en la plaza de jacinto Benavente pude ver al hombre del saco, cuando atravesaba rápido entre autobuses en dirección hacia carretas. Me quedé quieto, observándole. Lo cierto es que tenía un aspecto lamentable. Estaba viejo, canoso, caminaba encorvado, llevaba el saco sobre un abrigo zarrapastroso y, a decir verdad, ya no me pareció que fuera por ahí hurtando criaturas. También había crecido. El seguía llevando el hábito de la marginalidad, pero sospeché que ahora era un desempleado de larga duración. Y su saco tan sólo el fardel donde guardar unas cuantas pertenencias y algún mendrugo que echarse a la boca. Después, yo también seguí hacia Sol.
Este artículo se publicó íntegramente en el desaparecido periódico semanal "SIERRA de Madrid" (18/4/95), que se repartía los sábados con el diario El Mundo en los pueblos de la vertiente madrileña de la Sierra de Guadarrama. Fue uno de los primeros de la larga serie que, entre abril de ese año y julio de 1997, publiqué en su mayoría dentro de la sección "El Ladrón de Palabras".

13/6/07

Las Cárcavas


Una amiga me ha pedido, con insistencia, que cuelgue una foto mía en el perfil del blog. Acepto el reto: la de la izquierda es una foto que he rescatado esta mañana entre un montón de ajadas y amarillentas imágenes. Esas fotos reconstruyen la memoria de lo que soy y fui. En ella puede verse a mi abuelo paterno transportando en su carretilla a seis niños. El primero por la izquierda soy yo. La niña de la derecha, mi hermana. No reconozco a nadie más. Está tomada en Las Cárcavas, un poblado de chabolas y viviendas inverosímiles que se levantaba hace mucho tiempo más allá del pueblo de Hortaleza (cuando Hortaleza todavía era pueblo y en Madrid tenían cabida los descampados y, por febrero, florecían prematuramente los árboles). Para llegar hasta la casa de mi abuelo, que era carpintero como lo había sido su padre y que, como su padre, también perdió la guerra y la fortuna y nunca quiso que le hicieramos un funeral, se cruzaban las vías del tren por un puente de piedra que había junto a la fábrica de vinos Savin y luego se recorría un camino de tierra que, con las lluvias, se volvía impracticable. Ir desde nuestra casa en Pueblo Nuevo hasta Las Cárcavas era toda una aventura para un pequeño de apenas dos o tres años. Hoy todavía lo sigue siendo, aunque por razones muy distintas: hay que atravesar la M-40, las vías del tren y adentrarse en un entramado de calles pespunteadas de chalecitos y casas bajas (algunas de la época en que se tomó esta foto). El tiempo transcurrido me impide situar con exactitud dónde se alzaba la casa de mi abuelo, esa casa de hojalata y su terreno vallado que malvendió para comprarse un piso con dos habitaciones en Fuenlabrada a finales de los años setenta y de cuya venta sólo consiguió hacer efectiva una mísera letra. Ignoro a quién pertenecerá ahora el chalet construido sobre el terreno impagado a mi abuelo y a su mujer. Robado en silencio. Primitiva ingeniería financiera.

Anecdotario de aquí y de allá


Baeza, dos de junio de dos mil siete



La fotografía está tomada en una farola del Paseo de la Constitución de Baeza, ciudad en la que el poeta don Antonio Machado pasó siete años de su vida como maestro tras la muerte de su joven esposa, Leonor, y su traslado voluntario desde Soria. El Paseo es, en realidad, un calco de cualquiera de las plazas mayores porticadas que el viajero podrá encontrar en la Castilla que huele a campos de tierra y lluvia seca. Baeza, junto con Úbeda, engrosó hace ahora cuatro años el selecto grupo de ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El viajero no sabe si un espectacular traslado, como el que indica el cartel artesanal de la foto, pegado con celo en una farola baezana, estará en consonancia con la crisis del ladrillo que se nos anuncia, a bombo y platillo, desde los titulares de los periódicos y las tertulias televisivas. Crisis de intereses. Hipotecarios o no. Ya sabemos, todos, quienes serán (otra vez) los perdedores en esta vieja historia.

12/6/07

Flores de otros mundos


Burgos, a nueve de junio de dos mil siete.
Están instalados a ambos lados Arco de Santa María, uno en el Paseo del Espolón y el otro frente a las taquillas de la catedral gótica. Son dos tiovivos franceses, Ler Manège Magique, y hacen las delicias de padres y pequeños. Como si los mundos y artilugios de Leonardo da Vinci y de Julio Verne se hubieran unido para girar ante la mirada fascinada del viajero y animar a la divertida aventura de los niños burgaleses. Anuncian que estarán aquí, con su mágico reino circular, hasta el próximo diecisiete de junio. De fondo se escucha una melodía pegadiza, música que translada a otros mundos y otras historias.
Como la que entrevimos horas después al detener nuestro vehículo en una extraña isla surgida a medio camino entre el Puerto del Escudo y la capital provincial. Un vulgar edificio de piedra, cicatrizado por el aire frío que suele barrer las planicies de esta Siberia norteña que es el Páramo de Masa, alberga las instalaciones de un bar y un restaurante. Nos atiende una joven mulata, no más de veinticinco años. Lleva el pelo recogido atrás, en una coleta, y la mirada triste. En ese momento hay sólo dos parroquianos en la barra, girados hacia nostros. Parecen hermanos. Uno viste de domingo; el otro, con gesto y aires desdichados, lleva un mono azul. Una hilera de balas de distintos calibres se alinea sobre una pequeña campana que protege la máquina de hacer cafés, detrás de la barra. A los lados, pequeñas jarras de cerveza con unos manojos de hierbas aromáticas secas. La chica se sienta en un extremo de la barra, descuelga el teléfono y se pone a hablar. En la habitación apesta a tabaco negro. La barra se va poblando de paisanos. Hablan del fútbol, de los resultados de la noche del sábado. En un momento, tras la barra, un hombre de mediana edad sirve unas cervezas. Lleva en brazos una mulatita de apenas cinco años. La que parece su mujer anima la conversación con los paisanos. El desdichado agricultor de mono azul hace unos minutos que se fue. La joven de la trenza sigue en su rincón, con el teléfono en la mano, ajena a todo. La voz del locutor de la televisión se levanta sobre nuestras cabezas, amortigua las palabras de los parroquianos, nuestro silencio. Afuera el cálido viento aboceta caprichosas formas en el verde hinchado del trigal. Afuera, la primavera. Dentro, la intensa cuchilla del tabaco negro, los ojos perdidos de la mulata, la desdicha, con o sin el mono azul. El invierno.

11/6/07

Alto Ebro, por la cuna de la vieja Castilla


Valdelateja, a diez de junio de dos mil siete.

Contaba Jesús, un entusiasta defensor de estas tierras al que conocí hace unos años, en mi primer viaje por las Merindades, que los pueblos litorales tienen querencia por conocer de dónde manan las aguas que acaban vertiendo en sus mares. Apelando a un ritual que tiene mucho de iniciático, anhelan saber cómo es el país mágico que alimenta ese caudal, de qué color son sus montañas, cómo laten allí las estrellas, cuál es el aliento de sus bosques. Según esa teoría, corroborada al fulgor de los sarmientos y las tertulias nocturnas, los viajeros acuden hasta el Alto Ebro para descubrir las fuentes invisibles del río que luego se posará, con placidez de limo, en el azul del Mediterráneo, ese delta infinito. Y quedan prendados. No le falta razón.

Jesús era un castellano viejo de tierras más ásperas y sureñas pero, igual, aquí se quedó otro día, a la vera de un puente medieval, junto al campo que acogiera el primer pozo del sueño petrolífero de La Lora burgalesa en los años sesenta. De aquellos tiempos de efímera prosperidad quedan ahora poco más que varios barracones de piedra, una casa ocupada con las ventanas tapiadas y la amenaza que augura un horizonte repleto de molinos eólicos a medio plazo. También las chovas, que agitan su griterío como una proclama en lo alto de los farallones, a orilla del páramo.

Jesús tenía su refugio en Villanueva-Rampalay, junto a un río sin cartel que la intuición nos hace llamar Ebro, génesis de la tierra de los iberos.

La mirada de Delibes, a quien los achaques del tiempo y las enfermedades han exiliado definitivamente de su chalet de Sedano, anda aún trabada en estos valles donde surgiera el la repoblación foramontana que daría impulso a Castilla. "La vida es la cultura" admitía el candidato a diputado que el señor Cayo había conmovido en la trama de su célebre novela. Y de esa derrota novelesca parecen haber aprendido los más de noventa vecinos que han poblado el Valle de Zamanzas en los últimos años, convirtiéndolo en el municipio que más se ha rejuvenecido en las estadísticas de la Unión Europea. Robredo, Gallejones, Báscones, Ailanes, entre otros, son ahora pueblos con una media de edad de veintipocos años.

Muchos, los que se han quedado permanentemente, vinieron de Valladolid y de Santander. Trabajan de albañiles y carpinteros reconstruyendo pajares y casas despanzurradas. O fabrican queso. Otros, los que mantienen en la mayoría de los pueblos semivacíos los marcos de los vanos encalados, las puertas y postigos encendidos de vistosos brochazos rojos, azules o verdes, las grandes macetas de geranios a lo largo del balaustre de madera de las galerías norteñas, son los hijos de la emigración al País Vasco, que cada fin de semana vuelven la cabeza a estas tierras y a su embeleso de mundo sin hollar.
Con Jesús tuve, años después, la suerte de recorrer algunos de los rincones del Valle de Zamanzas, antes de que los generadores eólicos convirtieran muchos de sus horizontes en sucedaneos de lo que fueron no hace demasiado. Alguien me contó, meses después, en una rápida conversación telefónica, que Jesús había muerto.
La vida y la muerte, tan próximas y cotidianas como esta calurosa mañana del mes de junio en que Valdelateja parece un pueblo apenas abozetado sobre el curso del Rudrón, a los pies de la ermita de Santa Elena y Celona. Hay un paisano vendiendo quesos del país bajo una descolorida sombrilla de Frigo. El hombre se llama Manuel e invita a los visitantes, que por estas latitudes y aún siendo domingo no son pocos, a hincarle el diente a alguno de sus productos. Manuel ha comentado poco antes el fallecimiento de un convecino. Mañana será el entierro, dice. Y luego se vuelve a mirar el cañón, arriba, marcando el perfil del cielo de esta mañana de junio que huele a primavera y vida, y señala no sé qué con su dedo.
Unas esterillas, cuatro yugos de madera y la conversación de Manuel que aprovecha el paso de unos senderistas para recordar, de nuevo, cierta anécdota sobre el ya lejano rodaje de la película El disputado voto del señor Cayo. Y yo recuerdo cómo Jesús me contó, en otra tarde estival definitivamente perdida en la memoria, que el señor Cayo existió, que habitaba en un caserío de esos que no salen ni en los mapas del MOPU, al que se llega transitando una semi desaparecida pista de tierra, antaño asfaltada, y que murió hace unos años en algún hospital del área metropolitana de Bilbao, que es adónde van a morir los viejos de esta parte de Castilla, la Castilla más Cantábrica que vuestros sentidos podrán nunca disfrutar.

8/6/07


Guimaraes, once de mayo de dos mil siete.
Recupero las apresuradas e incompletas anotaciones que tomé en el mismo lugar, en un agosto que agotaba ya su calendario, hace cuatro años: "mientras la tarde alarga las sombras en la plaza de Largo de Oliveira el viajero piensa que la lengua portuguesa parece creada para la tertulia. Sentados en una mesa a nuestra izquierda, dos hombres y una mujer charlan apaciblemente. Uno de ellos, pese a lo caluroso de la estación, calza zapatos calados y calcetines oscuros. Nada podría enturbiar la música de sus palabras. A nuestro lado, también, el olivo de la tradición, el baldaquino gótico y, como telón de fondo, la fachada limpia del templo románico.
Guimaraes, cuna del primitivo reino de Portugal, conjura las prisas del visitante. Son sus tiendas recoletas, el tiempo que parecería varado bajo los soportales pétreos, esos grandes aleros de madera que evocan una lluvia perdida en este agosto de incendios y sofocante tragedia muda".

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