13/8/07

Escrutando el cielo de una noche de verano

El lugar se llama Calambre. He de confesar mi sorpresa al descubrir el nombre. El año anterior no existía ningún cartel que lo indicara. Y, sin embargo, ya se llamaba igual. La pedanía es Rapalcuarto, a un par de kilómetros de Tapia. La casa es una pequeña construcción de pizarra y madera de castaño apenas rehabilitada el verano anterior. Un mínimo edificio labriego rodeado de una amplia finca que ahora ha quedado convertida al disfrute vacacional. La casa es acogedora y silenciosa. Uno se siente como si estuviera en la propia (y eso que está desprovista de cualquier elemento decorativo). Sólo lo esencial. Como en estas noches despejadas en las que uno no necesita más que una silla, una buena manta y todo el firmamento. En la oscuridad la bóveda celeste adquiere una solemnidad que sólo rompe a ratos el bramido de algún vehículo en la cercana carretera nacional y, a lo lejos, el batir de las olas en la línea de costa. Una silla y una buena manta. La amplitud del cielo estrellado convierte la noche en un majestuoso telón cóncavo en el que explorar antiguas aficiones. Veo al niño de trece o catorce años que anotaba en un cuaderno desvencijado los nombres de las constelaciones y copiaba, a lápiz, los dibujos de las mismas junto a su nombre. Veo, una lejana noche del año 73 o 74, llegar a mi padre del trabajo en la madrugada y traerme un ejemplar del diario ABC con un espectacular primer plano del cometa Koutek (ejemplar que luego guardé muchos años más antes de la mudanza definitiva). Mirar al cielo por la noche tiene un sabor dulce. Y más si coincide con la anual cita con las Persídas. Estos días atrás nos hemos sentado a escrutar el firmamento Julia, Miguel y yo. Miguel entiende a duras penas lo que le contamos mientras espera observar su primera estrella fugaz. Anoche, con los niños acostados, la lluvia de estrellas fue -sin embargo- más espectacular. Nos sentamos sobre la hierba mojada, nos echamos una manta por encima y contemplamos el largo rastro que dejaron las lágrimas de San Lorenzo en el cielo. Otro de los ejercicios que permite la placidez del verano y la ausencia de urgencias.

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