25/9/07

Dónde estaba el día que murió Carver

A comienzos de agosto de 1988 no sabía ni media palabra de Raymond Carver. En diciembre del año siguiente, por mi cumpleaños, una compañera de trabajo me regaló su libro de relatos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Ella tampoco había leído nada de él, estoy seguro. Simplemente le llamó la atención el título del libro, en la lista de los más vendidos.

Han pasado casi dieciocho años desde entonces. Las páginas de la edición de Anagrama, que era la cuarta, de noviembre del 89, amarillean y muestran una tipografía pequeña y fea. Al libro, como objeto, le ha podido el lento discurrir del tiempo. A Carver y su literatura, no. El otro día, en el velatorio de Tonio, conocí a un tipo que me confesó que él aún conservaba alguno de los libros de relatos de Carver sin leer. Le gustan tanto sus historias y su manera de escribir que las administra como si se tratara de un delicado perfume o una cara botella de coñac, a sorbitos, muy de vez en cuando, para no agotar su magia. También me dijo que a él, lector empedernido, cada vez le cuesta más encontrar una lectura que le atrape. En la contraportada de la edición española un tal Leonard Michaels nos cuenta que sus relatos, los de Carver, “son extraordinarios por su lenguaje, por su música y por su tremenda y aterradora visión de la vida corriente norteamericana”.

El día que murió Raymond Carver yo casi acababa de aterrizar en San Diego (California) cumpliendo un viejo sueño. Entonces compaginaba los estudios en la universidad con un trabajo a cuenta del salario mínimo interprofesional, reducido a cinco horas de jornada laboral, en una industria de la periferia oeste de Madrid. Mis lecturas eran Blas de Otero, mucho Cortázar, a todas horas Mario Benedetti, había devorado al gran García Hortelano con su Mary Tribune y apostaba, en cualquier foro, por un joven y emergente escritor de provincias, Antonio Muñoz Molina, con su Beatus Ille, ópera prima, y sus relatos del Robinson Urbano granadino. Ya era, como ahora, un mal lector. En aquel agosto del 88 ni siquiera conocía a la compañera que dieciocho meses después me abriría, de manera involuntaria, la puerta del universo carveriano. Y, sin embargo, estaba a punto de vivir una experiencia personal en el Carver country. En realidad fueron dos, pero eso es otra historia.

Lo que ahora quiero relatar ocurrió en aquellos primeros días del mes de agosto de hace dieciocho años, con el viento seco del desierto batiendo las carreteras de una ciudad llamada San Diego, una especie de paraíso terrenal del Primer Mundo levantado frente a los arrabales del Tercero, a pocos kilómetros del burdel que los americanos se montaron hace tiempo al otro lado de la frontera: Tijuana. Recuerdo las bandadas de jóvenes norteamericanos que cruzaban la frontera las noches de los viernes para allí beber y trasgredir sin límite. Recuerdo una noche de aquellos primeros días de agosto, una carretera que podría ser cualquiera, en una urbanización estándar de clase media, en los suburbios de San Diego. Nos invitaron a una fiesta en la casa que ocupaban unos estudiantes españoles. La cerveza se terminó. Yo me apunté a ir a por más. Nunca he bebido cerveza y todavía hoy sigo sin poder con ella. Pero me apunté. Conducía el vehículo un chaval sevillano de pelo pajizo que también llevaba tres o cuatro días en el campus de la USIU (United States Internacional University), que era donde se suponía que íbamos a mejorar nuestro inglés. En el asiento de atrás un chico y una chica suizos a los que, después de aquel incidente, nunca volví a ver. O eso me dice mi recuerdo, deformado por el paso de los años. Una duda de nuestro conductor en un giro y ya teníamos un vehículo policial tras de nosotros. El sevillano detuvo el nuestro a la derecha de la calzada, siguiendo las indicaciones del policía. Bajó del vehículo. El policía le sometió al típico test para comprobar si había bebido: nada de soplar un aparato o cualquier metodología científica. “Cuente de uno a diez (en inglés o en español), ande de aquí hasta allí poniendo un pie delante del otro, levántese, agáchese”. Lo que siempre habíamos visto en las películas. Algo hasta anecdótico si no hubiera sido porque a una prudencial distancia otro policía nos apuntaba con su escopeta de cañones recortados. Resumiendo: acabamos los cuatro esposados con las manos a la espalda en el asiento trasero de un vehículo policial. Sin más explicaciones ni gaitas ni derechos. Nuestro destino: el Centro de Desintoxicación de la Policía de San Diego, un impreciso lugar situado a media hora nocturna en coche de la calle sin nombre donde había quedado aparcado y abandonado el nuestro. No hubo manera de conseguir ninguna explicación del perro guardián, otro uniformado de origen costarricense que tomaba las filiaciones de los que llegaban hasta el Centro por su propio pie, que era nuestro caso. “Si queréis saber porqué estáis aquí, volved mañana”, repitió varias veces. Cuatro horas: teníamos que permanecer allí retenidos cuatro horas, hasta que se nos pasara la supuesta cogorza. Las mujeres no podían mezclarse con los varones. A la suiza la hicieron sentarse en una pequeña sala de espera, a la entrada. Sola. El policía hispano nos dijo: “Imaginad que la sala tiene una línea divisoria al centro: a un lado está la gente normal, al otro los peligrosos. Procurad no cruzar esa línea”. En las dos horas y media largas que estuvimos allí confinados varios coches de la policía fueron trayendo chicanos que llegaban borrachos como cubas. A algunos los cogían por los hombros y los soltaban como fardos sobre las colchonetas verdes que se alineaban en el suelo. Sus cuerpos eran los de unos pesados maniquís rotos que apenas se movían una vez en el suelo. Nos sentamos alrededor de una mesa en la línea divisoria de aquella sala, entre lo real y lo irreal. Ninguno de los que estábamos allí sobrios aquella noche éramos culpables de nada. Había un chicano que nos contó su historia. Al parecer un vecino había telefoneado a la policía para denunciarle pero él juraba y perjuraba que no hacía nada malo en su casa. También, sentado a la mesa, había un tipo de pelo corto y cabellos en punta. Un individuo sacado de cualquier relato carveriano. Nada que ver con las hordas de jóvenes que recorrían a aquella hora el trayecto de ida y vuelta entre Los Ángeles y Tijuana mientras la policía local andaba a la caza del chicano borracho. Él nos contó también su historia: otro marginal sin más mancha que su propia marginalidad. Recuerdo que el sevillano dijo en un momento: “Este país es una mierda”. El joven de la cresta le interrumpió y le dijo muy serio, mirándole a los ojos: “Este país será una mierda, pero es mí país. Así que cierra la boca”.

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