24/4/09

Marsé: el que avisa no es traidor


Mi primer recuerdo acerca de Juan Marsé se remonta a los últimos años de la infancia. Es una imagen que se pierde en la desidia del paso del tiempo y que, por contra, se mantiene en la memoria con unos bordes tan nítidos como la fotografía de mi madre planchando la ropa en la salita de nuestra vivienda familiar en una tarde taurina, primaveral como ésta, y con la luz del sol haciendo un vericueto imposible para iluminar una esquina de la estancia de nuestro primero interior derecha. Como ese olor a colada seca y recién recogida del tendedero que ya nunca me ha abandonado.

La foto de la memoria de Marsé me remite al cuarto de mi hermana, tres años mayor que yo, y por entonces una adolescente desconocida. En las paredes de su habitación estuvo colgado durante mucho tiempo un cartel promocional de una novela a la que yo luego tardaría años en hincar el diente (y con gusto, con mucho gusto): Últimas tardes con Teresa. El recuerdo del cartel y de aquellos años se diluyó en mi cabeza hasta que mucho después, y fruto de ese desorden de lecturas que forman mi biblioteca personal, un caos alimentado por la intuición y el desconcierto, empecé a leer -ya conscientemente- a Juan Marsé con una voracidad que sólo compite, en vehemencia, con la ceguera del enamorado. Me lo leí todo, novela tras novela, demorándome en las páginas de cada una de ellas cada vez que el final del libro se intuía próximo. Lo devoré como sólo se lee la literatura que nos trasciende por encima de modas y augurios: con la curiosidad y la pasión del que sabe cómo se la juegan el autor y sus lectores entre las páginas de un libro.

Si alguien me preguntara ahora, después de tanto tiempo y lecturas, cuál es una de mis novelas preferidas diría que, sin duda, Si te dicen que caí. Por eso he acudido esta mañana al salón de actos de la vieja universidad alcalaína cuando un amigo, Manuel Rico, me ha comentado que Marsé participaba en una mesa redonda acerca de esta obra con motivo del Festival de la Palabra que organiza la propia Universidad y a cuenta de la recientísima edición (por parte del Fondo de Cultura Económica y de la misma universidad, dentro de la Biblioteca Premios Cervantes) del manuscrito original de esta novela. Destaco lo de "original" porque el volumen no tiene desperdicio: incluye los tres informes que la censura franquista elaboró sobre el mismo (recordemos que la primera edición de la novela se publicó en México en el año 73), además de varios textos escritos aquí y allá por el propio Marsé acerca del universo íntimo que late en la misma y una interesante entrevista que le hizo, hace años, Arcadi Espada.

Cuando meses atrás se hizo público el fallo del premio Cervantes no pude ocultar una sensación de felicidad. Son tantas, y tan variadas, las decepciones acumuladas por las sucesivas concesiones de los premios nacionales de nuestras letras, tantos los amiguismos e intereses personales que transitan sin pudor entre jurados y festines con canapés que, de repente, encontrar que el galardón recaía en uno de los nuestros, un tipo sin más formación literaria específica que la de sus lecturas pero con una capacidad para captar historias y contarlas como nadie, un hombre poco dado a las comparecencias públicas y más amigo de la aventura narrativa que de la teorización literaria, un escritor comprometido con los suyos y que había sufrido la censura de los perros de presa del régimen franquista, que mi alegría fue inmensa. Recuerdo que comenté alborozado la noticia en casa y también que telefoneé a algunos amigos para compartir ese momento. Y hoy, sentado en el salón de actos de la universidad alcalaína, entre jóvenes estudiantes, escolares de la ESO, viejos libreros, críticos de cine y lectores entregados (también justo por detrás de su familia: su mujer, sus hijos y nietos), sentado al lado de la escritora boliviana Giovanna Rivero (invitada por el Festival de la Palabra y que muy pronto publicará su primer libro de ficción en España en nuestra colección Narrativa Bartleby) no he podido más que emocionarme nuevamente y disfrutar de las divertidas anécdotas que han ido desgranando Marsé y sus amigos (Josep Martí Gómez y Joan de la Sagarra). Anécdotas como aquella respuesta que le dieron a un juez Marsé y Manolo Vázquez Montalbán cuando se les acusó de pervertir el sentido del cuento de Caperucita Roja en no recuerdo cuál publicación: "Mire usted, señor juez, lo único que pretendíamos es que el pobre lobo disfrutara un poco".

Si mi padre viviera sería tres años más joven que Marsé. Nunca me han sido ajenas, por tanto, esas historias de barriadas en los extrarradios de una gran ciudad (Madrid, en nuestro caso), de casas bajas y fuentes públicas en plazas destartaladas, de calles embarradas y agua congelada en los charcos, de muchachos lanzándose calle abajo montados en rudimentarios vehículos de madera con rodamientos y guiados por la pericia que sólo las muchas cicatrices en la piernas procuran. Recuerdo a mi padre contándome, en alguna tarde ya definitivamente perdida en el tiempo, cómo bajaba un arroyo por no sé qué zona de nuestro barrio, luego convertida en la calle tal, erial por donde ellos corrían y jugaban de chavales. Tal vez por ahí venga mi afinidad con el territorio Marsé (que años más tarde intenté plasmar en un frustrado proyecto fotográfico sobre la Barcelona del pijoaparte y el Madrid de García Hortelano). Es una memoria de una ciudad que nunca más existirá pero que todavía husmeo cuando transito por algún barrio de las afueras cercenado ahora por la herida de asfalto de la M-40 o la M-50, o por algunos míseros polígonos industriales que parecen trasplantados a nuestros días directamente desde los años 70. Y recuerdo, también, el miedo callado de mi padre cuando en algún momento alguien ponía encima de la mesa algún comentario relacionado con el régimen. Era el miedo de los perdedores, pánico inoculado en una posguerra de frío, hambre, humillaciones y miseria.

Dice hoy Raúl del Pozo, en su columna en la última de El Mundo, a cuenta de Marsé y de su Cervantes que "seguimos obsesionados por nosotros mismos, rumiando nuestras anomalías en una guerra de recuerdos entre malos y buenos. Siempre inactuales". Mientras, leo entre las páginas de esta preciosa edición de Si te dicen que caí el arriesgado texto que con el seudónimo de Sarnita firmó el propio Marsé en su columna semanal de la desaparecida revista barcelonesa en la que se ganaba la vida como redactor-jefe por aquel entonces: diles a esos timoratos que detrás del supuesto huracán de intenciones de una novela suele silbar el viento perdido de la infancia común y corriente, sólo eso./.../Y en tanto el poder sigue usufructuando en exclusiva la memoria de unos hechos que nos pertenecen,..., prohibiéndonos hacer el recuento de lo ocurrido, brindaré por nosotros, por nuestras humildes aventis y por nuestra insobornable voluntad de contárselas a quien quiera oírlas. Y en ello continúa. Gracias, Juan.

3 comentarios:

Manuel Rico dijo...

Bienvenido en la reencarnación de tu blog. Me he parecido muy buena tu entrada. La comparto sentimental y literariamente. Me alegra que haya sido, en parte consecuencia, de mi incitación a que asistieras al encuentro de Alcalá de Henares. El Festival de la Palabra es algo maravilloso (participa también, todo hay que decirlo, el Instituto Cervantes). Desde hoy fijo un enlace con tu blog en el mío, "Al margen". Y te cuento (a ti y a los lectores de tu "laberinto") que en mi blog hay dos entradas sobre Juan. La última, de ayer. Compartamos la reflexión. Y... no te oculto mi envidia por el libro que te has traído de Alcalá. Espero tener en mi poder, no tardando mucho, un ejemplar (me lo prometió alguien de la Universidad de la ciudad complutense, pero todavía no me lo ha dado).
Enhorabuena y ¡Adelante!

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Bueno, Pepo, "literaturizar" esos barrios, que ya casi no tienen descampados pero siguen siendo periféricos, aunque voten al PP, sigue siendo asignatura pendiente.
Gracias por el olor de la colada.
Abrazos.
Carlos

carlos dijo...

Me ha encantado el comentario que has dedicado a Juan Marsé, tan solo echo en falta que en ningún momento te acuerdes de tu cuñado, salvo para transportar lavavajillas, frigríficos, sofás, etc.
Enhorabuena.....

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